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Bad Blake, el protagonista de Crazy Heart, canta: "I used to be somebody, now I am somebody else". También reza: "One day at a time". Y son dos afirmaciones que a menudo también me digo a mí misma.
COMO ESCRIBIÓ J. A. GOYTISOLO: "A VECES (...) QUISIERAS TENER TODO EL PODER PRECISO PARA MANDAR QUE EN ESE MISMO INSTANTE SE DETUVIERAN TODOS LOS RELOJES DEL MUNDO." LA VIDA, PUES, ESTÁ LLENA DE EXTRAÑAS HABITACIONES EN LAS QUE VIVIMOS QUE ME GUSTARÍA QUE PERMANECIERAN.
Era mayo del 96. Una mujer teñida de rubio se sentó en un banco, en frente de la catedral. Llevaba gafas oscuras y un pañuelo de flores en la mano. A los diez minutos apareció un señor un poco mayor que ella y se sentó a su lado. Se dieron un beso frío. La mujer no se quitó las gafas. El hombre no decía nada. La mujer le hablaba bajito y acariciaba nerviosamente las puntas del pañuelo que aún tenía entre las manos. El hombre se pasaba la mano por el pelo y suspiraba. La mujer estalló en un llanto amargo y algo deshecho. El hombre hizo ademán de calmarla, pero ella lo rechazó bruscamente apartando los hombros y subiéndolos hacia arriba. El hombre volvió a mesarse el pelo. Volvió a suspirar. La mujer se secó las lágrimas con la mano temblorosa y luego se sonó la nariz. Guardó el pañuelo en el bolso.
El hombre se levantó y miró hacia el cielo. La mujer suspiró. La mujer suspiró mientras el hombre se marchaba, alejándose de ella, para no volver jamás. Y la mujer se echó a llorar otra vez, temblando, sorbiéndose los mocos, porque temblaba tanto que no se acordó que tenía un pañuelo de flores en el bolso.
La playa.
GUSTAV: Te veo aquí cerca, Tadzio, cogido de la mano de Jaschu, dejando que se oville a tu lado, que se acuclille a tu lado; todos los chicos desearían acuclillarse a tu lado, yo desearía ovillarme en tus bellas rodillas. Venecia está apestada y sufro por ti. Pero ¡vive! Y deja que yo te viva. Quédate de pie en el borde del agua con las manos cruzadas detrás de la nuca, columpiándote lentamente sobre los dedos del pie y soñando ante las olas. Quédate de pie en el borde del agua pero no te sumerjas en ella, Tadzio, el más precioso y preciado amor. ¡Imagen y espejo! Sólo tu belleza importa, tu belleza adorada, marmórea, amarillenta. Mi Tadzio, no llegarás a viejo, ¿verdad? La cólera hindú se cierne sobre nosotros. Debiéramos marcharnos, debiera dirigirme a ella y decirle que se apresure a sacarte de aquí. Venecia está apestada. Así podría, en señal de despedida, posar la manos sobre tu cabeza, unos instantes, sonreírte. Debiera contarle a la dama del collar de perlas que Venecia está apestada y que debéis marcharos. Y dejar de verte. Dejar tu presencia marchar. Tu Belleza. Antes de que las góndolas de la muerte te lleven y un día, enfermizo como eres, admirándote en la playa, te vea caer a la orilla del mar, desfallecido. Te vea caer desde el agua, sin que pueda hacer nada; te vea derrumbarte en la tumbona justo en el mismo momento en que, dentro del agua, del mar, gire el torso y mire hacia la orilla para mirarte, para ver si sigues mirándome, si estás ahí cuidando de mí.
TADEUSZ: A veces me acerco no sé por qué, por curiosidad.
Dos hombres en escena: el GENERAL GLOSTER, sucio, desmejorado y abatido; y el SOLDADO PYLE, de piernas deshilachadas, corte de pelo militar y amplia sonrisa rota.
GLOSTER- Piensa en tu hijo.
PYLE- Hace un calor extremo. Los dientes te duelen. Hay compañeros muertos, sus cuerpos intactos, por el camino que seguimos. Hay huellas de pies, de botas. Nos dicen cómo algunos se retiraron de los pueblos a la vera de los caminos, y de los caminos a los barrancos, lanzando sus armas. (Pausa.) Debo evitar pensar.
GLOSTER- En las circunstancias del combate no siempre es posible determinar con seguridad lo que ocurre con un soldado en particular o con grupos de hombres. (Pausa.) Especialmente de noche.
PYLE- desaparece río abajo llevado por la corriente, que arroja hojas sobre su cuerpo. Nos quedamos en la orilla, sin atrevernos a cruzar el río, temerosos que la corriente baje de repente otro cuerpo y sintamos sus brazos chocar contra nosotros. Sus muslos. Nos quedamos en la orilla, temerosos que la corriente le tumbe boca arriba y nos muestre sus ojos abiertos.
PYLE- Retrocedemos. (Pausa.) No es nuestro primer cadáver, pero sí la primera vez que no comprendemos qué hacemos ahí.
GLOSTER- Nunca me he rendido.
PYLE- Miles de bengalas de todos los colores surcan el aire. Todo el horizonte está iluminado como si fuera de día. Por el cielo vuelan enormes bandadas de pájaros atemorizados por el zumbido y el tronar de las explosiones. (Silencio.) Y de pronto, uno cae en la cuenta de que estamos en primavera. A través de los escombros llega el perfume de los árboles sin dueño.
GLOSTER- No rendirse nunca es lo importante.
PYLE- ¿Qué hacemos aquí? (Oscuro.) Intactos, por el camino que seguimos. Hay huellas de pies. (Silencio.) No comprendemos que hacemos ahí.
GLOSTER- Lo importante es no rendirse nunca.
(Silencio.)
1. La de mi padre
Le agarró del cuello como si fuera un tocino. Mi padre agarró del cuello a mi hermano y lo zarandeó con fuerza, le puso un cuchillo en la boca y dijo: «¡Dime que vas a matarme, anda, dímelo!». Miré a mi padre a la cara mientras mi madre intentaba calmarle: «Venga, déjalo. ¿No ves que son niños?». Miré a mi padre a la cara mientras él respondía: «Y una mierda»; y pensé: «Va a matarnos».
«Lo raro es vivir», pienso, y lo supe desde que me hice mayor. Porque lo bueno y lo malo es que no se es siempre pequeña. Yo parecía mayor a mis once o doce años. Tenía unas piernas muy largas, me las miraba desde arriba y nunca se acababan. Mi hermano se cogía a ellas algunas noches y yo le susurraba: «¿No puedes dormir?», porque él gemía y se aferraba a ellas. «¿Quieres que te acaricie la espalda?» Y entonces se quedaba mudito como una mariposa helada, perdido en lo lejos de lo lejos, y cuando yo notaba que se dormía me cosía a la pared para que él, medio dormido ya, se acomodase; y me levantaban los gritos de papá y la boca de mi hermano gimoteando en mi barriga, y sus brazos, y mi espalda rota... Oíamos la voz de papá cada vez más alterada. «Se están peleando», decía mi hermano. Yo respondía quedamente: «Sólo discuten un poco, no es nada». Pero me quedaba callada en la cama y junto a sus brazos y su boca, mi espalda vidriosa. Volvía la cabeza con gesto preocupado como suelo hacerlo ahora cada vez que mi hermano deja el tenedor en la mesa y repite: «Estoy en un callejón lleno de moscas, si sólo pudiera abrirme los ojos con una navaja para verlo todo de otra forma...». Y yo trato de reírme llamándole bobo y le miro a los ojos y encuentro sus uñas asidas a sus dientes porque sabe que ya no es un niño ni puede dormir en mis piernas; entonces advierto que cualquier día de éstos va a llegarme su ausencia y se me caerá el mundo roto entre mis dedos frágiles de marioneta herida.
Recuerdo de mi madre los ojos, alguna de sus canciones y el único día que me cogió en brazos, corriendo calle abajo, entre la multitud, huyendo de la policía. Giraba la cabeza con miedo para cerciorarse de que los agentes estaban lo suficientemente lejos como para escapar de sus porras y luego seguía corriendo como si le fuera la vida en ello, sintiendo debilitarse sus brazos por mi peso. Yo me agarraba fuerte a ella y mi madre repetía: «Eso es, cariño, cógete fuerte»; y yo volvía a aferrarme al cuello blanco de mi madre. Y cuando sus piernas no resistían, se cobijaba en cualquier portal y me susurraba que me tapara la pegatina que llevaba en el jersey, a la altura del corazón, con el anorak. Yo, que solía ser curiosa, le preguntaba que por qué, y mi madre me apretaba más contra sí y me decía: «Cállate». Pasaba la policía corriendo, agitando sus porras, por delante de nosotras, y casi no nos veían, parecíamos una madre asustada con su niña en brazos a quienes había sorprendido la manifestación en medio de la calle, al volver a casa. Y al pasar los agentes, mamá escondía mi cabeza en su pecho y yo me reía y le susurraba: «Nos estamos escondiendo de ellos, ¿verdad?».
Soñaba ser trapecista. Me imaginaba con un corsé azul lleno de estrellas plateadas saludando al público con los brazos alzados y extendidos, sonriendo, mi pie derecho delante del izquierdo, en punta. Un foco iluminaba mi cara risueña, maquillada, la sombra de los ojos llena de purpurina para que, al volar sobre el trapecio, los puntos dorados encendieran la carpa, para que una lluvia de diminutas pepitas de oro cayera desde mis ojos a la arena de la pista. Me convertía en una paloma libre y osada que probaba piruetas arriesgadas y complejas: mis fuertes brazos agarrados al trapecio, mis piernas delgadas abriéndose como girasoles aferrados a los días de verano. Y los niños abrían mucho los ojos y se tapaban la boca con ambas manos suspirando: esa marioneta que aleteaba encima de sus cabezas, deslizándose sobre el trapecio, columpiándose sobre el viento, tendría sólo unos once o doce años.