Era mayo del 96. Una mujer teñida de rubio se sentó en un banco, en frente de la catedral. Llevaba gafas oscuras y un pañuelo de flores en la mano. A los diez minutos apareció un señor un poco mayor que ella y se sentó a su lado. Se dieron un beso frío. La mujer no se quitó las gafas. El hombre no decía nada. La mujer le hablaba bajito y acariciaba nerviosamente las puntas del pañuelo que aún tenía entre las manos. El hombre se pasaba la mano por el pelo y suspiraba. La mujer estalló en un llanto amargo y algo deshecho. El hombre hizo ademán de calmarla, pero ella lo rechazó bruscamente apartando los hombros y subiéndolos hacia arriba. El hombre volvió a mesarse el pelo. Volvió a suspirar. La mujer se secó las lágrimas con la mano temblorosa y luego se sonó la nariz. Guardó el pañuelo en el bolso.
El hombre se levantó y miró hacia el cielo. La mujer suspiró. La mujer suspiró mientras el hombre se marchaba, alejándose de ella, para no volver jamás. Y la mujer se echó a llorar otra vez, temblando, sorbiéndose los mocos, porque temblaba tanto que no se acordó que tenía un pañuelo de flores en el bolso.
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