El lunes llovió a cántaros. Salí del metro y me acordé de esa tarde de principios de agosto pasado que la lluvia arremetió fuerte cuando estábamos un amigo y yo con los críos en las piscinas del pueblo. Arreciaba la lluvia, y de repente dije: “No esperemos a que amaine. Volvamos a casa ahora, ¡vamos a mojarnos!”. Los niños me miraron sorprendidos. Repitieron: “Nos mojaremos”. Respondí: “Ese es el plan, acabar empapados”. Los niños se rieron como sólo los niños saben hacerlo cuando traman una travesura. Y los cuatro nos echamos a la calle. Empezamos a correr, la lluvia nos caía encima y en pocos segundos ya éramos lluvia nosotros también. Y no dejamos de reírnos, ni de gritar fuerte, mientras chapoteábamos en los charcos y nos metíamos en las riadas. Gritamos mucho, como indios norteamericanos. Tenía el pelo enganchado en la cara, la ropa pegada al cuerpo, y me reía. Y al llegar a casa empezamos a temblar y corrimos a la ducha encharcando la escalera y el salón. Nos bañamos con agua muy caliente. Y fue el día más feliz de este verano.
El lunes llovió y me acordé de esa tarde, así que dejé atrás a toda la gente que esperaba en el rellano para que la lluvia aflojara y me metí de lleno en el agua y recuperé esa sensación de albedrío y catarsis. Dejé que me lloviera encima. Pero yo no sabía que la lluvia no iba a ceder en los próximos días, y aquí estoy, empapada aún por esta lluvia inesperada que me atrapó.
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