¡Lo que daría porque una de esas novelas fuera mía! No hubiera escrito nada más: esa única obra magnífica.
En la oficina, oigo a la secretaria de la gente de Destino hablar con el señor Ferlosio por teléfono. Está mayor, y probablemente algo sordo, a juzgar por lo que grita la chica. Y pienso: "Ese señor, de cuya obra aún recuerdo expresiones, respira el mismo aire que yo". Sé que no se debe ser mitómana, pero a veces, ¡es inevitable!
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