La vida no es perfecta, y el ser humano, menos. Pero cuando oigo a mi abuela, con Alzheimer, repetir y repetir en nuestras visitas que mi abuelo ha sido un marido tan bueno y que nunca han reñido, aunque todos sus nietos sepamos que eso es imposible, pienso que no sólo ellos han tenido suerte de compartir la vida, sino que más suerte hemos tenido nosotros de que nos tocaran ellos de abuelos. Por todo el amor que nos han dado y, sobre todo, por ese sentido del humor tan característico, ese mirar la vida de frente y reírse de ella y de uno mismo, esa tierna alegría en forma de sorna y chascarrillos constantes que caracteriza a la familia.
Serrat les cantaba a Esos locos bajitos, que no eran otros que los niños, y yo les canto a mis abuelos en una especie de oda que alaba todo lo bueno que he aprendido de ellos; mis abuelos, esos locos bajitos también, porque a medida que uno se hace mayor vuelve a contar verdades y olvida que una vez cortaron sus sueños con tijeras, como dice Serrat; y a la vez empieza a encogerse, como si quisiera volver de nuevo al vientre materno, a la tierra que lo creó.
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